jueves, 8 de marzo de 2007

Ese extraño gusto

Tras publicar el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, Jean-Jacques Rousseau abandonó Ginebra y se refugió cerca de París, en Montmorency, donde madame d’Epinay le ofreció una casa que acababa de restaurar, conocida como Ermitage, amplia, cómoda y rodeada de esa naturaleza que tanto necesitaba el filósofo para sentirse auténticamente en casa. Allí se instaló, con la madre de sus hijos abandonados y con la anciana madre de ésta. Allí fue, también, donde se enamoró, morbosamente, a su estilo, de la condesa Sophie d’Houdedot, veinte años más joven que él. Claro que ella se le presentó de improviso y de una manera completamente irresistible: con pantalones de montar y, sobre todo, con una fusta en la mano. Madame d’Epinay no tenía nada que hacer ante semejante competidora.

Los biógrafos con tendencias psicoanalíticas explican la atracción de Rousseau por las mujeres hábiles con el látigo por -¿cómo no?- un trauma infantil. Alegan, y es cierto, que al morir su madre, su padre lo dejó al cuidado de un tío que, a su vez, lo entregó a un clérigo, el pastor Lambercier. Este pastor tenía una hermana atractiva, soltera y treintañera que, por lo visto, le arreaba unas samantas de aquí te espero. Es el propio Rousseau quien se encargó de dar un cuarto al pregonero, puesto que de su puño y letra escribió lo siguiente:

Incluso después de haber alcanzado la edad casadera, este extraño gusto todavía perduraba y casi me llevó a la depravación y la locura… Caer rendido a los pies de un ama impetuosa, obedecer sus órdenes o implorar su perdón se me figuraban los más exquisitos goces, y cuanto más inflamada estuviera mi sangre por los trabajos de la imaginación más viva, tanto más tomaba yo el aspecto de un amante lloriqueante.

Reconozco que esta imagen ha arruinado tanto mis lecturas de Rousseau como mi fe en el optimismo antropológico.

2 comentarios:

  1. ¡Ay, la trastienda de los hombres, aun de los grandes, cuántas sorpresas guarda!

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  2. Prohibido asomarse al interior, salvo para chafardear.

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